A mediados de noviembre da mucha pereza salir a la calle; el frío invade la ciudad con saña y la lluvia insiste a diario con su monótona cantinela incómoda y húmeda. Entre las cuatro paredes del dormitorio me siento protegido de la cruel intemperie.
Mas no sólo son las inclemencias climatológicas las causantes de que decidiera abandonar el mundo exterior para vivir encarcelado en mi propia casa. Ha sido, por así decirlo, una decisión premeditada, producto de un proceso que se gestó durante algunos meses en los que fui vislumbrando poco a poco la execración e iniquidad del mundo en el que me había tocado vivir. Al principio no quise admitir la realidad. Intenté seguir sonriendo, mostrándome alegre e integrado con los «amigos», vistiendo a la moda y saliendo los fines de semana para presentarme en sociedad como un hombre normal que hace lo que se espera de él: trabajar, ganar plata, beber, follar y vivir a tope. Así, tomaba y fumaba mariguana como todos los demás (o más que los demás), fornicaba con las féminas frívolas y sin cerebro que conocíamos cada noche y trataba de que transcurriera la vida como había transcurrido hasta ahora; como debía ser y nada más.
Sin embargo algo estaba germinando en mi interior que no podía entender. Miraba en derredor y sólo percibía abominación, crueldad y ponzoña. La faz de mis congéneres tornábase aviesa y amenazante por momentos, y no creo que fuera la causa la ingesta de espirituosos o la inhalación de alcaloides, que solía consumir en cantidades industriales. Sin duda así lo pensé al principio. Quizá mis neuronas me estaban dando un toque de atención; -“eh, Fitipaldi, para ya el carro que se te va a infartar el cerebro”-. El caso es que cada vez más a menudo me sentía desorientado y aterrado, de repente, sin previo aviso. Cuando me invadía semejante ataque de pánico, me esfumaba sin mediar palabra, sembrando el desconcierto entre mis camaradas de farra, que por otra parte tampoco se preocupaban en demasía por mi paradero. – “Se habrá enganchado con una guarrilla” -.
Entonces, de un día para otro, decidí abandonar la vida nocturna, dejé de frecuentar los locales de moda y cercené mi vida social de un plumazo. Reduje severamente el consumo de cannabis y alcohol, y aposté por una vida algo más saludable. Sólo consumía un hachís muy suave, en pequeñas dosis, que había conseguido en el barrio árabe, a muy buen precio (al menos mucho más barato que la mariguana de última generación que me proporcionaban mis compañeros de juerga y que ellos mimos cultivaban). Deduje que el THC concentrado de aquella potente maría, alterada genéticamente, fuera quizá la causa de la psicosis que me atormentaba cada noche.
Quise convencerme de que me encontraba mejor, y de hecho así me sentía en algunos momentos del día. Comencé a comer alimentos de mejor calidad, a beber menos y a fumar lo justo para evadirme de mis tribulaciones, cuyo origen no acertaba a discernir. Dormía entre ocho y nueve horas al día y hacía mucho ejercicio: correr, nadar y entrenar algunas horas en el gimnasio. Pero la ansiada mejoría no acababa de llegar del todo. Lejos de producirse mi anhelada recuperación, comencé a empeorar de súbito y a sentir que la casa se me derrumbaba cuando permanecía en ella demasiado tiempo.
Durante la noche salía solo a buscar el calor de una hembra, o varias, y me daba cuenta de la podredumbre que me rodeaba; vivíamos en la inmundicia y el exceso, del que yo había disfrutado antaño tanto, pero que ahora me producía una repugnancia atroz.
La turba de jóvenes y no tan jóvenes bebiendo en las calles, ajenas a todo lo que no fuera la búsqueda de la embriaguez, me producía arcadas, aun cuando yo llegaba a beber más que ellos. Los vómitos, orines y desperdicios que adornaban las calles me inspiraban una sensación apocalíptica, como de película de terror ambientada en el Londres del siglo XIX.
Todos iban disfrazados, aparentando solvencia y éxito en la vida, encantados de haberse conocido; toda la patulea de descerebrados risibles, buscando el reconocimiento ajeno a través de su atuendo y poses estúpidas de petimetres malcriados y estultos; todas las pandillas de derrochadores de euros ajenos y propios vagando por el mundo, ensuciando con su parla la dignidad propia y ajena; no era más que una pugna de egos que nadaban en la noche en busca de fama, sexo, dinero y popularidad.
Qué me dicen de la manada pijas que balan su estupidez y vacuidad por los pubs de moda del centro urbano, enseñando impúdicamente sus carnes, publicitando su cuerpo, siempre en venta para quienes puedan pagarse un coche, ropa cara, drogas y alcohol. Maniquíes insensibles, ataviadas con pañuelos palestinos de boutique, camisetas de “Los Ramones” o el Ché Guevara, compradas en Mango, intentando aparentar una rebeldía que sólo conocen de oídas y que sólo pueden exteriorizar con tópicos y clichés.
Los hombres, como auténticos pavos reales, tratan de atraer a las hembras con el volumen de sus autos, en los que suenas melodías sintéticas, enlatas, frías como máquinas, frías como lo son ellos y ellas, inmersos en la ceremonia del galanteo, fútil y artificioso. Así, el auto, la indumentaria, la pose y el dinero actúan como lo haría la melena del león para atraer a las hembras para la cópula, o las plumas del pavo real en el cortejo animal.
Mientras, los desheredados hurgan en los contenedores de basura en busca de abrigo, alimentos o alguna baratija por la que sacar unos cuartos. Apostados en las puertas de los supermercados, esperan las sobras que los ricos no van a consumir, productos de caducidad perentoria, que aliviarán el hambre voraz que los arrastra a la calle y la inmundicia. Sin trabajo ni rumbo definido, fuera de la maquinaria consumista que es el combustible del mundo circundante, ese cigarro nocivo pero placentero que parece que se va a acabar de un momento a otro.
Sus caras reflejan el desconcierto de unas vidas que a priori iban a ser aprovechadas hasta alcanzar cierta plenitud, pero que luego se torcieron en dios sabe qué momento y por dios sabe qué causas. Su hediondez y la visión de sus cuerpos exánimes y mugrientos lastimaban mi integridad, y me dan ganas de huir lejos de semejante cuadro dantesco. No quiero sentirme culpable, hoy no, ni mañana, bastante tengo ya con mi vida. Cada uno tiene sus problemas. Con unas cuantas monedas me sentiré mucho mejor; tome usted y a otra cosa. Era lo más que podía hacer por ellos.
En los pubs el ambiente se tornaba irrespirable por momentos, a pesar de la algarabía y la eterna celebración de la vida y sus placeres. Me costaba entablar conversaciones medianamente coherentes con las féminas que escrutaban mi atuendo no demasiado “cool”, pero que atendían mis requiebros con la esperanza de conseguir alguna que otra raya de cocaína o unas copas gratis. Si bien últimamente no estaba cuidando demasiado mi aspecto, el dinero que nacía de mi cartera, como por arte de magia, encendía los deseos de aquellos vampiros encerrados en cuerpos de mujer, sibilinos e hipócritas. Gastaba más y más, bebía a raudales y las mujeres ya no me veían tan desharrapado; me amaban por mi dadivosidad y eso es más de lo que muchos pueden conseguir hoy día.
De cualquier modo, me enervaba todo aquel espectáculo y necesitaba sentarme a cada instante, incapaz de soportar el tumulto, el rumor de la multitud encajonada en aquellos antros donde solía sentirme, si no feliz, al menos no tan desgraciado.
¿Qué me ocurría? ¿Me estaba volviendo un demente sin que pudiera hacer nada para evitarlo? Algo se había activado en mi psique, como un resorte, alguna pieza había saltado dentro de mi cabeza y me sumía sin remedio en una espiral de delirio absurdo y nefando. Estaba teniendo algo parecido a una epifanía, una revelación divina que me sumía en un completo infierno; el mundo estaba podrido, yo estaba podrido y la vida, propia y ajena, no tenía ningún sentido.
Todo el tiempo deseaba volver a mi casa y no ver a nadie en semanas. Estaba empezando a odiar el mundo que me rodeaba, lleno de adictos al consumo, la televisión, la pornografía, la droga y la violencia. ¡Ah sí, la violencia! Esa prima hermana de la ira, hija del odio, engendradora de muerte, dolor y sufrimiento; la higiene del mundo, la guerra.
No podía evitar la tentación de caer en el odio más irracional. Odiaba con avaricia y desesperación. Me odiaba a mí mismo incluso y odiaba todo y a todos los que me rodeaban: a los grandes almacenes y sus dependientes petulantes e interesados, los bares infectos, la gente nauseabunda y ruin, los coches, su música infernalmente jovial y sus motores ensordecedores, la polución, el humo del tabaco, la mugre adherida a las calles lóbregas y penumbrosas, contaminadas de seres abyectos, egoístas e insolidarios, como lo era yo.
Mi mente urdía planes malignos. Quería sentir el placer de matar, robar y violar a alguien que lo mereciera de verdad. Pero debía contenerme. No podía convertirme en un criminal, que a buen seguro sería juzgado sin piedad por esta sociedad inmunda y cruel. ¿Debía quedarme en casa para refrenar mis impulsos homicidas? No, aquella no era la solución; estaba seguro. Necesitaba ayuda; un psicólogo, un psiquiatra, un curandero o un gurú, alguien que me sacara del pozo de inquina en que me estaba ahogando; algo que curara mi demencia, que se hacía patente cuando miraba mi imagen en el espejo.
Acudí pues al mejor médico de la ciudad, en el barrio rico, allá donde los limoneros arropan a los acaudalados y les protege de la miseria humana en caserones majestuosos y opulentos. Había estado sufriendo mi locura durante meses, pero en los últimos días estaba al borde de la desesperación, a punto de consumar un crimen que, ora rechazaba asqueado, ora deseaba cometer fervientemente. Necesitaba un eficaz lenitivo para la enajenación que me consumía las entrañas y martilleaba mi cerebro. No oía voces si es lo que pensáis, sólo el ronroneo de mis pensamientos que aborrecían el cosmos y todo lo que contenía. Necesitaba vengarme y luego desaparecer sin ser penalizado por ello.
El médico era un viejales muy campechano, de risa fácil, grueso, de pelo gris e hirsuto, y mirada franca. Un hombre feliz y satisfecho con su vida; todo lo contrario que yo.
– “Usted sólo padece estrés, mi querido amigo”- sentenció el doctor lumbreras después de oír mis nimios problemas de pijo malcriado. Siete años de estudios, viajes al extranjero, un máster en psiquiatría y neurología y dios sabrá que más, y el muy cretino sólo veía en mi delirio asesino y suicida un síndrome de estrés.
– “¿Estrés, dice? ¿Por qué?-.
– “El trabajo quizá, algún problema familiar, económico o conyugal. ¿Perdió usted un familiar recientemente? Dice que vive solo. ¿Se siente sólo?”-.
Vaya chufla. Cien euros de consulta para esto. Que tome estas pastillas milagrosas, que vuelva en unas semanas y a ver qué tal me encuentro entonces. Quizá si le hubiera contado que deseaba asesinar a alguien para luego desaparecer hubiera atinado con un tratamiento más expeditivo y eficaz, mas me arriesgaba a inquietarlo y quién sabe si hubiera llamado a la policía para que me ingresaran en una institución mental. El doctor tenía razón, sólo un poco de estrés y nada más.
-“Con este tratamiento empezará a sentirse mucho mejor; ya lo verá”-.
Salí del loquero más encabritado que de costumbre pero intentando convencerme de que el médico llevaba razón, más por una cuestión de autosugestión que porque lo creyera realmente. Fui a la farmacia a adquirir medicamentos y alguna otra cosa que me hacía falta. Llegué a casa, cené, me duché, me vestí y salí con la cartera repleta de euros a buscar chicas a pares para una noche de orgía etílica y sexual. Iba a curarme de toda esta psicosis que me derretía el cerebro. Necesitaba relajarme, mirar el mundo con otros ojos, divertirme, disfrutar de la belleza femenina y, sobre todo, no olvidar tomar la medicación que el buen doctor me había prescrito.
En el pub El Andén había una cola inmensa, sembrada de faldas cortas, escotes escandalosos y un cacareo que me retumbaba en los tímpanos y enervaba mi ánimo, aunque yo intentaba contenerme y los ansiolíticos parecían hacer su efecto. Aquella noche quería celebrar que podría no estar loco, que sólo padecía estrés, algo normal en un comerciante, número uno en ventas de televisiones de plasma y deuvedés. No podía haberme convertido en un demente, no había motivos. No era uno de aquellos pajilleros enganchados a las consolas y a internet que aliviaban sus apetitos a través de la pantalla de su ordenador. No era un perdedor; tenía trabajo, ganaba dinero, podía tener mujeres a porrillo, amigos (o algo parecido), éxito (o su sucedáneo). Aquella noche iba a emborracharme hasta morir, (aunque el médico me aconsejó que no bebiera bajo los efectos de la medicación), seducir a dos guarrillas cocainómanas y fumadoras de grifa y montar una bacanal en mi piso sito frente al mar. Me estaba curando, o eso pensaba; volvía a ser el de siempre.
La cola de la puerta se encogía ante mí como el pene de un abuelo en invierno. Atrás se cumulaba una patulea de retrasados mentales a la espera de su turno para ingresar en el paraíso del placer y el desenfreno. Pronto llegaría mi turno para entrar en él; mi recompensa, la entrada al vergel que me sacaría de la depresión.
Aquella noche no me había esmerado demasiado en mi vestimenta, aunque llevaba camisa y americana. Los vaqueros raídos me daban un aspecto desaliñado cuyo colofón lo daban mis zapatillas de deporte, mi pelo revuelto y la barba de tres días. Todos los que me rodeaban, en cambio, vestían sus mejores galas para la ocasión; trajes de chaqueta y vestidos de quinientos euros: Victorio y Lucchino, Dolce & Gabbana, Prada, Gucci, Tous y toda esa vaina.
A mi alrededor todos parecían felices pero se notaba que algo no acababa de funcionar en sus vidas frívolas y artificiales. Parejas que ni siquiera se miraban ni mediaban palabra alguna entre sí; grupos de amigos con las llaves de sus respectivos coches a la vista (sobre todo el llavero con el emblema de Audi, Alfa Romeo o Mercedes), para impresionar a las putillas anoréxicas y llenas de complejos que congelaban sus carnes ateridas mientras sonreían al gorila de la puerta, muy imponente él, inflado de esteroides y horas de gimnasio para desempeñar su tedioso e inútil trabajo de cancerbero acémila sin cerebro.
Frente a él, saqué los billetes de euro que me darían luz verde para ingresar en aquel antro de hedonismo y lujuria. Su olor a sudor mezclado con colonia barata no podía menos que darme náuseas y no pude reprimir una mueca de asco que no me esforcé en disimular. El mostrenco me miró impasible y alzó su brazo como si saludara el mismísimo Führer.
– “Usted no puede pasar señor, es una fiesta privada”, me escupió el humanoide sin mirarme directamente a la cara-.
– “Conozco al dueño y vengo aquí siempre, mi nombre es Álvaro, pregunte dentro”-. Traté de reprimir la furia tórrida que me abrasaba el pecho.
Mantuve la calma en todo momento mientras fijaba mi mirada en sus pupilas de neardental involucionado en señal de desafío; ya me había repasado el atuendo de arriba abajo por segunda vez y ahora fue él quien mostró el desagrado que le inspiraba mi presencia.
– “No puede pasar, es una fiesta privada”, repitió como un contestador automático-.
Mientras el “terminator” dejaba pasar a un rebaño de actrices porno amateurs que reían distraídas y saludaban alborozadas a la masa de carne, él seguía repitiendo su letanía como una máquina programada: “No puede pasar, es una fiesta privada”.
– “¿A ti que te pasa “robocop”? Debes ser nuevo; me llamo Álvaro, soy amigo de Íñigo, hace tiempo que no vengo pero le conozco; venga, déjame pasar y déjate ya de tonterías.
Estaba intentando mantenerme frío y sereno, pero el saco de carne prieta con mirada gélida me paró en seco con su manaza, que parecía una raqueta de tenis, cuando intenté en vano atravesar el umbral de la discoteca.
-“¿Dónde vas capullo? No vas a pasar te digo; no sé quién eres ni me importa un carajo, pero no me gusta ni tu pinta ni tu cara de pardillo. Si no te largas te arranco la cabeza ¿me has entendido? Ahora, tenga la amabilidad de dejar el paso libre a estas señoritas si no quieres sufrir un accidente”.
– “¿Un accidente? Tú eres tonto, maldito pedazo de carne pútrida”-. Mi furia crecía inmisericorde dentro de mi psique enajenada.
Intenté apartar de un manotazo sus zarpas de oso grizzli pero mi fuerza era ínfima comparada con la de aquel fenómeno de la naturaleza de metro noventa y cuello de toro.
– “Tú eres imbécil, chaval; deja de joderme y…”.
Sería las drogas que me anulaban el entendimiento y la capacidad de percibir el peligro. El armario que custodiaba la puerta y me impedía el paso me sacaba al menos dos cabezas y pesaba el doble que yo. Aun así me envalentoné pretendiendo desafiar a ese Goliat que podía arrugarme como el papel de orillo si se lo propusiera. Sólo se limitó a cogerme de la chaqueta mientras yo braceaba a un metro del suelo y lanzó mi cuerpo sin dificultad al otro extremo de la acera ante la atenta mirada de los transeúntes, de los cuales pude percibir algunas risas y voceos, causadas sin duda por la suerte que había sufrido mi cuerpo de alfeñique después de estrellarme contra el suelo.
-“No me toques hijo de puta”-, gritaba mientras el lanzador de pesos me preparaba para el despegue.
Pude levantarme a duras penas, pero antes de sentirme recuperado del todo me abalancé furioso sobre la bestia, sembrando el terror entre los que esperaban en la fila de entrada a la discoteca.
Todo ocurrió muy deprisa. En cuestión de unos minutos me vi corriendo a toda velocidad por las calles, con la ropa manchada de sangre, de mi sangre, la nariz rota, los ojos hinchados y un dolor brutal en el abdomen que convertían mi huida en una carrera a ciegas llena de ráfagas luminosas y rostros desencajados.
El mastodonte me había propinado varios golpes, después de que yo intentara en vano hacerle algún daño con mi raquítico puñito de liliputiense. El gorila era como un bloque de cemento; ni se inmutó cuando intenté derribarlo con un segundo golpe en su rostro. A cambio me deleitó con un puñetazo en la nariz, seguido de otro en la barriga.
Desde el suelo lo vi desfilar de espaldas sonriendo a sus fans, camino de su puesto de trabajo mientras llamaba con el móvil a alguien, ¿la policía quizá, refuerzos? Aproveché su descuido, cuando miraba al frente para comprobar la impresión que había causado su actuación a la concurrencia, para levantarme, a pesar del dolor, y de un salto, jeringuilla en mano, inocularle en su yugular una dosis de aire letal, suficiente como para matar a un orangután.
A pesar de conseguir mi objetivo, recibí un codazo en la mandíbula cuando el gigante intentaba repeler mi embestida. Tras caer al suelo me incorporé como si tuviera un muelle en las piernas y comencé a correr justo cuando las sirenas de la policía empezaban a irrumpir en aquel caos que se había organizado. Antes de escapar pude ver a aquella torre infranqueable, convertida en un ser humano indefenso, al borde de la muerte, con la jeringa clavada en su cuello mientras chillaba improperios como un guarro en un matadero. Era cuestión de minutos que muriera indefectiblemente de un paro cardíaco.
Al final de mi carrera pude esconderme entre unos contenedores, no sé si suficientemente lejos del lugar del incidente, hasta que hubo pasado el quilombo y entonces, cuando ya casi amanecía, volví tranquilo y levemente satisfecho a mi hogar, donde pude lavarme, curarme sin mucho esmero las heridas y dormir. No pensé más en ello; borré aquella fatídica noche de mis recuerdos para no sentir la culpa que empezaba a escocer en mi cerebro enfermo por la psicosis; hasta hoy.
Ahora, mientras termino estas apresuradas líneas aporrean la puerta de mi casa; cuando consigan destruir mi desvencijada cerradura tendrán que atravesar la de mi habitación. Ahora siento sus gritos y pasos en el pasillo; destrozan la puerta de mi cárcel con relativa facilidad. Estoy desnudo frente al ordenador. Por fin todo acabará como debe. Tengo más aire en otra jeringuilla, que coloco en mi cuello. Ya sí, por fin me curaré. Aquí están, y aquí os dejo mi historia…